Por Yasmel Corporán
Al norte de esta paradisíaca media isla, se encuentra la Provincia de Puerto Plata, una atractiva ciudad bañada de casi 70 kilómetros de hermosas playas, clima tropical envolvente, monumentales espacios, calles repletas de historia y mucha gente cálida. Hablar de las bondades y bellezas naturales de esa provincia es algo verdaderamente apasionante.
La también conocida como la Novia del Atlántico
fue mi destino. Un viernes de primavera, mi familia y yo nos disponíamos a
salir de San Cristóbal, con rumbo al norte, aún no salía el sol, nos esperaba
en Puerto Plata. La idea era conocer el famoso Teleférico, pero fuimos
sorprendidos con mucho más, allí encontramos un tesoro escondido.
El viaje transcurrió entre risas, música, una parada para comprar bocadillos, dulces y cualquier otra cosa para amenizar el viaje en carretera. Una ligera llovizna rociaba el camino. Aproximadamente 3 horas después, Google Maps y cuatro ruedas nos llevaron hasta la bella ciudad.
Nuestra primera visita fue al Teleférico, detención obligatoria para todos los turistas, para nuestra fortuna llegamos antes de lo planificado, asi que no encontramos muchos turistas y no tuvimos que esperar demasiado para subir. El paseo dentro de la cabina no tarda mucho, la misma tiene capacidad para 25 personas como máximo.
Allí todo fue emocionante, la adrenalina incrementaba a medida que subíamos, desde elevarnos por las montañas ante semejante paisaje y contemplar la ciudad desde las alturas, observando cómo se densa la niebla de las nubes, hasta llegar y encantarnos con los jardines de la Loma Isabel de Torres.
Al llegar a la cima, nos encontramos con el Monumento Cristo Redentor. La sensación de inmensidad y plenitud que experimentamos en ese lugar es inefable. A pesar de estar a media mañana, no se sentían los rayos del sol. Cualquier foto allí, se convierte en una espectacular postal. Cualquier adjetivo que utilice se quedaría corto ante semejante espectáculo.
Además de la experiencia,
quedamos gratamente complacidos con la atención del lugar, su organización y
seguridad. La pasamos bastante bien, literalmente nos sentimos en lo más alto
de la tierra.
Nos animamos a recorrer la ciudad desde adentro, pasamos por la pintoresca glorieta de la Plaza Independencia, caminamos, observamos sus calles, sus casas coloridas y admiramos, por supuesto, el estilo victoriano que caracteriza su arquitectura. Así como también, bonitas avenidas, restaurantes y bares que aportan dinamismo a la actividad social de la zona. Al llegar el mediodía, nos detuvimos en uno de ellos para almorzar. La belleza de la ciudad es relativa a la calidad humana y empatía de su gente, cuando preguntábamos por alguna dirección, respondían de manera muy amable y hospitalaria.
A unas cuantas calles del parque central,
visitamos el Museo Mundo del Ámbar. Conocer este espacio fue una experiencia
única, donde a través de impactantes exhibiciones pudimos aprender y conocer
sobre el ámbar y sus orígenes. Aunque se especializa en el ámbar, tienen un
rincón dedicado al Larimar, otra piedra preciosa autóctona. Es un lugar muy pequeño,
tanto que realizamos todo el recorrido en menos de 20 minutos, pero enormemente
interesante acogedor y organizado.
Mi lugar favorito del recorrido fue la Fortaleza de San Felipe. Para quienes aman la historia tanto como yo, estar ahí resulta fascinante, porque permite transportarse a otra época, donde al parecer el tiempo no pasó, donde los años se conservan en sus murallas.
Esta fortaleza se construyó para proteger el lugar de piratas y corsarios y hoy, bien conservada, se puede aprender su historia, de hecho hay un museo con algunas piezas históricas, y disfrutar de la mejor vista de la costa norte de República Dominicana, en un ambiente familiar y tranquilo.

Sería un auténtico fiasco
ir a Puerto Plata sin disfrutar de una de sus playas, esta fue nuestra última
parada, la hermosa playa de Cabarete. Aprovechamos los últimos rayos del sol
para visitar una de estas joyas naturales. El atardecer disipaba la luz, lamentablemente
ya era tarde para poder darnos un chapuzón, nuestra aventura estaba por
terminar, y ese escenario fue guardado en nuestras mentes, como recuerdo de un día
maravilloso. Nos marchamos deseando volver, atesorando en nuestras memorias los
lugares, las personas, el aire, y la brisa que nos regaló la novia del
Atlántico.
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